LA PINACOTECA
¡Cuántos recuerdos llegan a mi, al acercarme al interior de la Iglesia de la Profesa!. Cuando era niño, me sostenía de las enaguas de mi abuela para recorrer los espacios de la capilla, en donde había imágenes y figuras que representaban los misterios de la justicia divina. Ahora, frente a la puerta de la Profesa bellamente decorada por los artesanos, alta y espaciosa, de madera fina, el olor de flores y veladoras me imbuye en una nostalgia sin límites, trato de reprimir ese sentimiento que hace años me hacía orar y sollozar, y que ahora, lejos, lejos me encuentro de aquellas emociones, abatido de luchas continuas... el precio de la libertad.
El umbral que separa la Iglesia y la Pinacoteca de la Casa Profesa, ubicada en el primer cuadro de la Ciudad de México, en la calle Isabel La Católica No. 21, Centro Histórico - no es más que una pequeña puerta decorada que se encuentra a un costado derecho del estrado donde oficia la misa el sacerdote-. Siglos de encantamiento religioso se avizora; el párroco Luis Martín recibe al público en una singular estancia pulcra y bellamente esculpida con trazos aquí y allá de una arquitectura remodelada, alta y espaciosa al estilo neoclásico, con vestigios de un barroco tardío. La edificación que ahí permanece, fue tallada con espíritu indomable por los artesanos sometidos a los criterios europeos de ese tiempo. Por otra parte, hoy en día, un segmento de la construcción la usufructúa el hotel Gillow, con la base de la torre norte de sus instalaciones. Sin embargo, volvamos a nuestro propósito, la ruta se abre a nuestros ojos en el recorrido que marca el sacerdote, traspasando el umbral de secretos inconfesados y, a nuestro paso, se hayan los primeros bosquejos del quehacer escultural, ya que antes de subir una angosta escalera que nos llevaría a la Pinacoteca, se halla una obra anónima y monumental dedicada al misionero San Francisco Javier, que al parecer data de finales del siglo XVII y principios del XVIII, de una sola pieza, toda de piedra porosa y gris, admirable labor artística que evoca gestos de sencillez y sabiduría. El sacerdote-guía, en el camino nos relata que nuestro viajero surcó los grandes mares para llegar a tierras lejanas como la India y por la ruta de la China, arribó al Japón de aquellos tiempos. Cuando llegamos a la planta alta en torno a la entrada del legado artístico que lleva por nombre “Mariana”, nos dijo que nos instaláramos en la sala “Congregación del oratorio Cardenal Newman”, en donde el clérigo Luis Ávila de manera introductoria nos presentó los antecedentes históricos del pintoresco lugar.
Sombras y Luces.
La diáfana historia sepulcral que es característica de la clase religiosa - pensé -, no fue la excepción en aquella estancia fresca, vestida de color violeta debajo de algunas figuras de santos y ángeles. Alrededor de la sala, los cuadros que tapizan las paredes infundían respeto. Los lienzos son únicos, porque el lugar es único. En su gran mayoría integrada por los prepósitos superiores que antecedieron la vida piadosa, representada en los cuadros al óleo para retratar a unos hombres ricamente engalanados de tela fina, por debajo de la negra casulla bordada en oro, en donde se mostraba el fino encaje con estolas negras y el manípulo; algunos otros cuadros llevaban la mitra y el báculo en la mano, simbolizando la autoridad eclesiástica y con el aire de suntuosidad que el rico oro imprime en la conciencia ilustrada del poder sacerdotal de los tiempos novohispanos, cuando la Iglesia Católica gozó de un poder moral, político y económico como en ningún otro tiempo de la América continental. Cuadros bellamente dibujados por pintores anónimos y una colección de doce óleos de la vida de San Felipe Neri, producida por Antonio de Torres, que guardados en la pinacoteca sin alguna restauración adecuada: peligran, resistiendo el paso del tiempo con un tono opaco. Conmueve a los visitantes, a mi parecer, la inversión en tiempo, costo y espacio de las pinturas. La mirada se posa en una enorme pieza oscura del exvoto que se encuentra en la parte frontal de la sala, con dimensiones de 3.90 x 4.80 metros, escenificando a los padres y hermanos de la comunidad de San Felipe Neri o filipenses, que a raíz de la expulsión de los Jesuitas el 25 de julio de 1767 que “se notificó a los 678 miembros regulares de la Compañía de Jesús repartidos en colegios y misiones, que debían abandonar inmediatamente la Nueva España y trasladarse a los territorios pontificios, donde casi todos morirían en el exilio.”[1], Más adelante, la Casa Profesa se convertiría en morada de los Padres del Oratorio (1771), adoptando al patriarca San José como su bienhechor, al que se encomendaron febrilmente para detener las defunciones de los ministros de Dios que azotaba la peste en el pueblo novohispano.
En esa misma sala se encuentra una copia del “Acta de independencia del Imperio Mexicano, pronunciada por su junta soberana, congregada en la capital el 28 de septiembre de 1821” y según el sacerdote, ahí fueron las reuniones del grupo insurgente de la naciente sociedad mexicana. También se aprecia una fotografía del arquitecto, tallador y grabador Manuel Tolsá, que decoró y amplió la Iglesia de un inigualable arte neoclásico en los años 1802-1805, recubriendo la antigua forma barroca que legaron los Jesuitas. Hay unos bocetos pintados por el Prestibero Aurelio Casas en 1936, plasmando el bautismo, la confirmación, la penitencia, la comunión, la extremaunción, la orden sacerdotal, el matrimonio; el padre eterno bendiciendo la creación y ángeles adorando la cruz. Del otro extremo de la sala se encuentran las primeras obras murales del México Independiente, dirigidas por el pintor catalán Pelegrín Clavé por medio de un grupo de alumnos de la academia de San Carlos (1858-1867).
Luego siguió la tercera sala llamada “tres siglos de pintura en México” que abarca los siglos XVII, XVIII y XIX. En las alturas de la sala se aprecia el sostenimiento del techo por vigas de resistente madera, pulcramente talladas y pintadas, trazando de forma horizontal el regimiento de cedro que acompaña a esa inigualable sala para su sostenimiento. Los cuadros de lado izquierdo se componen de pinturas con pasajes bíblicos de la pasión de Cristo y del otro lado del muro se hallan cuadros del pintor Cristóbal de Villalpando con sus pasajes incompletos de la historia de José hijo de Jacob. Nuestro guía se esmeró en explicarnos los detalles de la admirable pintura de la Virgen del Rosario (óleo sobre tela, adornado con pesada estructura barroca alrededor del retrato). Más adelante, hay una colección que pertenece a la sala de la casa de ejercicios, con temas sugerentes al arrepentimiento de los feligreses, entre esas pinturas hay una que llama la atención: “La muerte eterna en los infiernos”, según por no confesarse antes del último suspiro. La Pinacoteca, fue rincón de los varones para su conversión a la reflexión y el arrepentimiento de sus pecados, fue un mundo etéreo de pasiones, del hierro y la espada, del yugo y el dardo para consuelo de las penas y acrecentamiento de las alegrías íntimas, en más de mil y una ocasión; historias vedadas para la eternidad del placer clerical y luego, a través de una pequeña y angosta escalera subimos a la torre norte, en donde hay una colección única con técnicas particulares a base de cal, yeso y tierra que se colocaba sobre el material fresco que se pintó, absorbiendo el colorante de la tela previamente preparada para tan singular quehacer. En esas pinturas se encuentra Noe y su familia, peleando antes de embarcarse a la travesía de cuarenta días y cuarenta noches sobre las aguas que inundarían las tierras de los tiempos antiquísimos; de regreso a la cuarta sala llamada “Compañía de Jesús”, cruzando por un pasillo de madera, angosto y frágil, sobre sus paredes se encuentra una obra monumental sobre la pasión de Cristo, maltratada y me pareció que hasta rociada por la humedad. Con inquietud apresuré el paso para no perderme el relato de la siguiente sala. Ahí se encuentran pinturas que fundó la Casa Profesa en 1592, a la llegada de los Jesuitas de Europa, “La obra arquitectónica de esta congregación entre 1572, año en que llegó a México, y 1767, cuando fue expulsada por orden de la Casa de Borbón, se ve constituida por un aspecto primordial: la educación.”[2] Observé una estatua del ilustrado monje Francisco de Javier, en madera estofada y policromada, magníficamente tallada y suntuosa, luego se tropieza uno, con una espléndida vitrina bellamente decorada sobre la madera de la cual está hecha, resguardando sagradas biblias de la edición de la Vulgata por mandato del pontífice Sixto V y Clemente VIII, impresos en Antuerpíe del siglo XVIII, frutos del Renacimiento español, henchidos de extraordinaria vitalidad y por si fuera poco, hay un pequeño mirador que da a la planta baja, y en ella resguarda una majestuosa biblioteca que perteneció a San Felipe Neri, oculta en la penumbra misteriosa de la casa Profesa. Los Jesuitas emprendieron una labor educativa, que incluía “desde la enseñanza de las primeras letras hasta la formación de la juventud, con estudios de gramática y artes, que por esos tiempos constituían el núcleo de la educación media y superior.”[3]
Por último, la sala “Mariana” pequeña y compacta, se hallan obras de Antonio de Torres: La Purísima Concepción; de Bartolomé Mancine: Virgen de los Dolores o “Mater Dolorosa”; de Mariano García: Nuestra Señora de Guadalupe; de José Ibarra: La Virgen del Apocalipsis, entre otras. Pinturas de una belleza profunda, delineadas con entusiasmo por los artesanos que le imprimieron sabiduría y perpetuidad; el regocijo me perturba, recorro cada espacio, cada lugar, por pequeño que sea. Recuerdo que llueve a cántaros, mi abuela me abraza, me persigna y el tronero en el cielo me hace gemir y afianzarme con fuerza a su pecho consolándome con su olor a hierbabuena.
Administrator
Edgar Espinosa Osorio
(Zeetoba)
[1] Museo de la Luz, 400 años de historia, La expulsión de los Jesuitas, UNAM, 2003, p.71
[2] Museo de la Luz, 400 años de historia, Los Jesuitas en la Ciudad de México , UNAM, 2003, p.33
[3] Marco Díaz, La arquitectura de los jesuitas en Nueva España. Las instituciones de apoyo, colegios y templos, México, IIE/UNAM, 1982, p.18
“¡que lejos estoy del suelo donde he nacido
inmensa nostalgia invade mi pensamiento
y al verme tan solo y triste cual hoja al viento
quisiera llorar, quisiera morir, de sentimiento!”
Canción Mixteca
inmensa nostalgia invade mi pensamiento
y al verme tan solo y triste cual hoja al viento
quisiera llorar, quisiera morir, de sentimiento!”
Canción Mixteca
¡Cuántos recuerdos llegan a mi, al acercarme al interior de la Iglesia de la Profesa!. Cuando era niño, me sostenía de las enaguas de mi abuela para recorrer los espacios de la capilla, en donde había imágenes y figuras que representaban los misterios de la justicia divina. Ahora, frente a la puerta de la Profesa bellamente decorada por los artesanos, alta y espaciosa, de madera fina, el olor de flores y veladoras me imbuye en una nostalgia sin límites, trato de reprimir ese sentimiento que hace años me hacía orar y sollozar, y que ahora, lejos, lejos me encuentro de aquellas emociones, abatido de luchas continuas... el precio de la libertad.
El umbral que separa la Iglesia y la Pinacoteca de la Casa Profesa, ubicada en el primer cuadro de la Ciudad de México, en la calle Isabel La Católica No. 21, Centro Histórico - no es más que una pequeña puerta decorada que se encuentra a un costado derecho del estrado donde oficia la misa el sacerdote-. Siglos de encantamiento religioso se avizora; el párroco Luis Martín recibe al público en una singular estancia pulcra y bellamente esculpida con trazos aquí y allá de una arquitectura remodelada, alta y espaciosa al estilo neoclásico, con vestigios de un barroco tardío. La edificación que ahí permanece, fue tallada con espíritu indomable por los artesanos sometidos a los criterios europeos de ese tiempo. Por otra parte, hoy en día, un segmento de la construcción la usufructúa el hotel Gillow, con la base de la torre norte de sus instalaciones. Sin embargo, volvamos a nuestro propósito, la ruta se abre a nuestros ojos en el recorrido que marca el sacerdote, traspasando el umbral de secretos inconfesados y, a nuestro paso, se hayan los primeros bosquejos del quehacer escultural, ya que antes de subir una angosta escalera que nos llevaría a la Pinacoteca, se halla una obra anónima y monumental dedicada al misionero San Francisco Javier, que al parecer data de finales del siglo XVII y principios del XVIII, de una sola pieza, toda de piedra porosa y gris, admirable labor artística que evoca gestos de sencillez y sabiduría. El sacerdote-guía, en el camino nos relata que nuestro viajero surcó los grandes mares para llegar a tierras lejanas como la India y por la ruta de la China, arribó al Japón de aquellos tiempos. Cuando llegamos a la planta alta en torno a la entrada del legado artístico que lleva por nombre “Mariana”, nos dijo que nos instaláramos en la sala “Congregación del oratorio Cardenal Newman”, en donde el clérigo Luis Ávila de manera introductoria nos presentó los antecedentes históricos del pintoresco lugar.
Sombras y Luces.
La diáfana historia sepulcral que es característica de la clase religiosa - pensé -, no fue la excepción en aquella estancia fresca, vestida de color violeta debajo de algunas figuras de santos y ángeles. Alrededor de la sala, los cuadros que tapizan las paredes infundían respeto. Los lienzos son únicos, porque el lugar es único. En su gran mayoría integrada por los prepósitos superiores que antecedieron la vida piadosa, representada en los cuadros al óleo para retratar a unos hombres ricamente engalanados de tela fina, por debajo de la negra casulla bordada en oro, en donde se mostraba el fino encaje con estolas negras y el manípulo; algunos otros cuadros llevaban la mitra y el báculo en la mano, simbolizando la autoridad eclesiástica y con el aire de suntuosidad que el rico oro imprime en la conciencia ilustrada del poder sacerdotal de los tiempos novohispanos, cuando la Iglesia Católica gozó de un poder moral, político y económico como en ningún otro tiempo de la América continental. Cuadros bellamente dibujados por pintores anónimos y una colección de doce óleos de la vida de San Felipe Neri, producida por Antonio de Torres, que guardados en la pinacoteca sin alguna restauración adecuada: peligran, resistiendo el paso del tiempo con un tono opaco. Conmueve a los visitantes, a mi parecer, la inversión en tiempo, costo y espacio de las pinturas. La mirada se posa en una enorme pieza oscura del exvoto que se encuentra en la parte frontal de la sala, con dimensiones de 3.90 x 4.80 metros, escenificando a los padres y hermanos de la comunidad de San Felipe Neri o filipenses, que a raíz de la expulsión de los Jesuitas el 25 de julio de 1767 que “se notificó a los 678 miembros regulares de la Compañía de Jesús repartidos en colegios y misiones, que debían abandonar inmediatamente la Nueva España y trasladarse a los territorios pontificios, donde casi todos morirían en el exilio.”[1], Más adelante, la Casa Profesa se convertiría en morada de los Padres del Oratorio (1771), adoptando al patriarca San José como su bienhechor, al que se encomendaron febrilmente para detener las defunciones de los ministros de Dios que azotaba la peste en el pueblo novohispano.
En esa misma sala se encuentra una copia del “Acta de independencia del Imperio Mexicano, pronunciada por su junta soberana, congregada en la capital el 28 de septiembre de 1821” y según el sacerdote, ahí fueron las reuniones del grupo insurgente de la naciente sociedad mexicana. También se aprecia una fotografía del arquitecto, tallador y grabador Manuel Tolsá, que decoró y amplió la Iglesia de un inigualable arte neoclásico en los años 1802-1805, recubriendo la antigua forma barroca que legaron los Jesuitas. Hay unos bocetos pintados por el Prestibero Aurelio Casas en 1936, plasmando el bautismo, la confirmación, la penitencia, la comunión, la extremaunción, la orden sacerdotal, el matrimonio; el padre eterno bendiciendo la creación y ángeles adorando la cruz. Del otro extremo de la sala se encuentran las primeras obras murales del México Independiente, dirigidas por el pintor catalán Pelegrín Clavé por medio de un grupo de alumnos de la academia de San Carlos (1858-1867).
Luego siguió la tercera sala llamada “tres siglos de pintura en México” que abarca los siglos XVII, XVIII y XIX. En las alturas de la sala se aprecia el sostenimiento del techo por vigas de resistente madera, pulcramente talladas y pintadas, trazando de forma horizontal el regimiento de cedro que acompaña a esa inigualable sala para su sostenimiento. Los cuadros de lado izquierdo se componen de pinturas con pasajes bíblicos de la pasión de Cristo y del otro lado del muro se hallan cuadros del pintor Cristóbal de Villalpando con sus pasajes incompletos de la historia de José hijo de Jacob. Nuestro guía se esmeró en explicarnos los detalles de la admirable pintura de la Virgen del Rosario (óleo sobre tela, adornado con pesada estructura barroca alrededor del retrato). Más adelante, hay una colección que pertenece a la sala de la casa de ejercicios, con temas sugerentes al arrepentimiento de los feligreses, entre esas pinturas hay una que llama la atención: “La muerte eterna en los infiernos”, según por no confesarse antes del último suspiro. La Pinacoteca, fue rincón de los varones para su conversión a la reflexión y el arrepentimiento de sus pecados, fue un mundo etéreo de pasiones, del hierro y la espada, del yugo y el dardo para consuelo de las penas y acrecentamiento de las alegrías íntimas, en más de mil y una ocasión; historias vedadas para la eternidad del placer clerical y luego, a través de una pequeña y angosta escalera subimos a la torre norte, en donde hay una colección única con técnicas particulares a base de cal, yeso y tierra que se colocaba sobre el material fresco que se pintó, absorbiendo el colorante de la tela previamente preparada para tan singular quehacer. En esas pinturas se encuentra Noe y su familia, peleando antes de embarcarse a la travesía de cuarenta días y cuarenta noches sobre las aguas que inundarían las tierras de los tiempos antiquísimos; de regreso a la cuarta sala llamada “Compañía de Jesús”, cruzando por un pasillo de madera, angosto y frágil, sobre sus paredes se encuentra una obra monumental sobre la pasión de Cristo, maltratada y me pareció que hasta rociada por la humedad. Con inquietud apresuré el paso para no perderme el relato de la siguiente sala. Ahí se encuentran pinturas que fundó la Casa Profesa en 1592, a la llegada de los Jesuitas de Europa, “La obra arquitectónica de esta congregación entre 1572, año en que llegó a México, y 1767, cuando fue expulsada por orden de la Casa de Borbón, se ve constituida por un aspecto primordial: la educación.”[2] Observé una estatua del ilustrado monje Francisco de Javier, en madera estofada y policromada, magníficamente tallada y suntuosa, luego se tropieza uno, con una espléndida vitrina bellamente decorada sobre la madera de la cual está hecha, resguardando sagradas biblias de la edición de la Vulgata por mandato del pontífice Sixto V y Clemente VIII, impresos en Antuerpíe del siglo XVIII, frutos del Renacimiento español, henchidos de extraordinaria vitalidad y por si fuera poco, hay un pequeño mirador que da a la planta baja, y en ella resguarda una majestuosa biblioteca que perteneció a San Felipe Neri, oculta en la penumbra misteriosa de la casa Profesa. Los Jesuitas emprendieron una labor educativa, que incluía “desde la enseñanza de las primeras letras hasta la formación de la juventud, con estudios de gramática y artes, que por esos tiempos constituían el núcleo de la educación media y superior.”[3]
Por último, la sala “Mariana” pequeña y compacta, se hallan obras de Antonio de Torres: La Purísima Concepción; de Bartolomé Mancine: Virgen de los Dolores o “Mater Dolorosa”; de Mariano García: Nuestra Señora de Guadalupe; de José Ibarra: La Virgen del Apocalipsis, entre otras. Pinturas de una belleza profunda, delineadas con entusiasmo por los artesanos que le imprimieron sabiduría y perpetuidad; el regocijo me perturba, recorro cada espacio, cada lugar, por pequeño que sea. Recuerdo que llueve a cántaros, mi abuela me abraza, me persigna y el tronero en el cielo me hace gemir y afianzarme con fuerza a su pecho consolándome con su olor a hierbabuena.
Administrator
Edgar Espinosa Osorio
(Zeetoba)
[1] Museo de la Luz, 400 años de historia, La expulsión de los Jesuitas, UNAM, 2003, p.71
[2] Museo de la Luz, 400 años de historia, Los Jesuitas en la Ciudad de México , UNAM, 2003, p.33
[3] Marco Díaz, La arquitectura de los jesuitas en Nueva España. Las instituciones de apoyo, colegios y templos, México, IIE/UNAM, 1982, p.18
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